Este fin de semana viví a todo color el dicho “Después de la tormenta viene la calma”, porque es una realidad que a veces, como papás, perdemos la paciencia y explotamos a lo que parece ser la menor provocación, pero que en realidad es un cúmulo de estrés, de cansancio y de desesperación por tener momentos de paz y de relajación en la casa.
Todo empezó el sábado en la mañana, cuando recibí un mensaje de una buena amiga y ex compañera de trabajo, recordándome la cena de cumpleaños que celebraría esa noche; cómo la mayoría de las mamás que decidimos quedarnos en casa a cuidar a nuestros hijos, a veces pido a gritos una salida de diversión, que se resume a mi necesidad de tener contacto con otros adultos, y que no necesariamente las pláticas se centren en los cambios de pañales y en el día a día con los hijos.
Mi hermana aceptó quedarse con mi hijo, y yo anticipadamente hice todo un plan para que cuando llegara la noche, no hubiera pretexto o justificación de por medio para quedarnos en la casa. Mi hijo hizo su acostumbrada siesta por la mañana, mientras yo recogí la casa para no tener que trabajar por la tarde; cuando se despertó nos fuimos los tres a comer, después por un café, y regresamos a la casa a jugar, tratando por todos los medios de evitar la segunda siesta, para que cuando llegara la noche mi hijo cayera rendido y no se diera cuenta de que no estaba en su cama.
En toda la tarde no paré un instante, cuando mi hijo encontraba una distracción, yo preparaba la pañalera, sacaba la cuna viajera, agrupaba todo su equipo para dormir que incluye una cobija especial, una almohada especial y un oso especial, y pensaba en lo que me faltaba por si las dudas. Llegó el momento de arreglarme, mi esposo ya se veía cansado y un poco harto, y mi hijo seguía con toda la pila corriendo por toda la casa, persiguiendo al perro que ya estaba notablemente molesto.
Definitivamente arreglarme es una de las partes que más disfruto cuando voy a salir, y mucho más ahora que mis salidas por la noche son tan esporádicas; tomando eso en cuenta, le pedí a mi esposo que cuando menos por quince minutos, vigilara a nuestro hijo para que no destruyera la casa o matara al perro, y yo me fui al baño a peinarme y pintarme.
Los primeros dos minutos solo oía “nooo, ahí no, deja a Pancho en paz, no tumbes el mosquitero, nooo”. Traté de conservar la calma, pero era obvio que mi esposo estaba dirigiendo la orquesta desde la comodidad de la cama, mientras el pequeño destructor disfrutaba de su libertad, que solo se veía opacada por los ocasionales gritos de su ya agotado papá.
Cinco minutos después, mi hijo se apareció en el baño interrumpiendo mi tan añorado ritual; yo traté de ignorarlo, pero fue imposible cuando empezó a desenrollar el papel, sacar mis cepillos, y lo que me llevó al límite, estuvo a punto de meterse el destapa caños a la boca.
Fue entonces cuando decidí que ese plan no iba a funcionar, teníamos que depositar a mi hijo en casa de sus padrinos antes de arreglarnos y salir a la cena, porque el tiempo pasaba rápidamente, y no había forma de hacer treinta cosas a la vez. Desafortunadamente para entonces, tanto mi esposo como yo ya estábamos muy sensibles, cansados y estresados, y no pudimos ponernos de acuerdo, así es que finalmente decidí llevar a mi agotado hijo a su cuna, darle su leche y dejarlo descansar en su cama tranquilamente.
Histérica le hablé a mi hermana, sin darme cuenta empecé a llorar y a gritar en el teléfono “ya no vamos a ir a ningún lado, mi hijo ya está dormido en su cuarto y nos quedaremos en la casa porque nadie me ayuda, yo tengo que resolver todo y estoy harta”, y le colgué.
A los cinco minutos Carol tocó la puerta, y después de una plática terapéutica de media hora, decidí irme sola. Subí, me arreglé y le avisé a mi esposo, y con sentimientos encontrados me fui a la aventura, o cuando menos lo era para mí en ese momento.
No puedo negar que me divertí muchísimo, platiqué, canté y me relaje como hace mucho que no lo hacía, pero eso si, en ningún momento deje de pensar en mi esposo y en mi hijo, que aunque sabía que ya dormían en sus camas plácidamente, no dejé de extrañarlos.
A la menor provocación sacaba mi teléfono y enseñaba las fotos más actuales de mi pequeño, empezaba a platicar de las palabras que acaba de descubrir, de su interminable energía y de su gran inteligencia, hasta que la persona con la que platicaba me cambiaba abruptamente el tema.
Así transcurrió la noche, por instantes volví a ser Michelle la abogada, la amiga, la del carácter fuerte y la adicta al trabajo, pero en ningún momento dejé de ser la mamá, porque eso ahora es imposible.
El Domingo mi vida volvió a la normalidad, después de una productiva conversación mi esposo y yo llegamos a la conclusión de que necesitamos comunicar nuestros planes y necesidades con más claridad, porque es obvio que el día anterior no nos entendimos, y finalmente regresó la calma. mj
Ilustración: Carmen Lara
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