viernes, 1 de julio de 2011

Entre ballenas y elefantes


Muchos de mis recuerdos de infancia tuvieron como escenario la ciudad de San Antonio, en Texas, parte de la familia de mi mamá vive ahí y mis abuelos tenían una casa que a mis ojos siempre fue el paraíso. Era el lugar en el que podíamos comer todo lo que se nos antojaba, tomar refresco casi todos los días, salir a mojarnos con la manguera, dormirnos un poco más tarde, bañarnos en tina y pasar horas enteras jugando con nuestras primas, siempre los desayunos me parecían más sabrosos y los espacios más libres.

A pesar de que no íbamos mucho, las veces que fuimos toda la familia o solos con mis abuelos fueron momentos inolvidables. Ahora me tocó volver a esta ciudad como mamá y desde que llegué al aeropuerto experimenté una mezcla extraña de sentimientos y sensaciones, fue como un viaje al pasado… desde el presente.

Mis abuelos ya no tienen la casa de mis recuerdos pero la hermana de mi mamá amablemente (muy amablemente pues darle posada a un bebé es todo un acontecimiento) nos alojo y de cierta manera nos permitió recrear la idea de las vacaciones que yo tenía. Así mi hija y el hijo de Michelle danzaron en pañal por toda la casa, desayunaron a sus anchas todo lo que encontraron a su paso, visitaron la alberca y tomaron largos baños de tina en una tina de verdad.

La ciudad cada día es más grande pero conserva ciertos sitios intactos. Mis papás empeñados en presentárselos a sus nietos no tardaron en diseñar un itinerario de paseos y visitas para los más pequeños.

La primera parada fue el zoológico, ninguno de nuestros hijos conocía uno y nunca imaginamos que pudieran disfrutarlo tanto. A pesar de que hacía un calor capaz de acabar con cualquiera los niños corrieron, gritaron y se maravillaron frente a cada animal que veían por primera vez. Michelle y yo caminábamos llevando las carriolas vacías mientras mis papás emocionados los llevaban de un lugar a otro, los dejaban mojarse en los bebederos y los perseguían cómo si se hubieran escapado de una de las jaulas. Verlos era como verme a mí de niña en brazos de mis abuelos, en un lugar que además se conserva de maravilla y muy parecido a cuando yo, de pequeña, lo visitaba.

Fuimos al museo para niños, que a pesar de estar algo descuidado a los niños y abuelos les encanto, caminamos por algunas calles principales, visitamos las enormes farmacias (que por alguna extraña razón en mi familia causan sensación), los supermercados repletos de comida que sabe a plástico y más cosas de las que alcanzas a ver y por último a Sea World.

Tengo que aceptar que la idea del parque acuático con animales y demás me causa algo de conflicto. No se si estoy a favor o en contra de los mismos, es hermoso ver a los animales pero ¿por qué los sacamos de su ambiente natural para poder conocerlos?, es un conflicto que no es nuevo ni mío, pero que en los últimos años me he planteado más, claro que todas mis cavilaciones eran antes de ser mamá.

El caso es que fuimos y desde que llegamos me convertí en una niña de cinco años, me acorde a tal grado de mi infancia que en ciertos momentos tuve que adelantarme de todos o fingir que veía otra cosa para evadir el sentimiento y no ponerme a llorar. Los niños se asombraban con todo, probaron por primera vez las palomitas, se mojaron con los juegos de agua y lloraron y rieron (en la misma medida) en el espectáculo de las ballenas.

Estos espacios viven de sembrar en nosotros recuerdos indelebles, tan arraigados que al volver dejas de cuestionarlos y te entregas al sentimiento. Están diseñados para conmoverte y que no los olvides; la música, los colores, los olores, el ambiente festivo y caluroso, todo tramposamente acomodado para tatuarse en la memoria.

Mi mamá me decía –y todo, para que no se vayan a acordar de nada de esto- es verdad, tal vez son muy pequeños y la amnesia infantil de los primeros años borrará el recuerdo, no van a recordar qué hicieron y cómo en éste viaje, pero el sentimiento, el amor y los juegos que compartieron con sus abuelos estarán ahí toda la vida.


Yo me seguiré preguntando sobre los espacios a los que llevamos a nuestros hijos, sobre la forma en la que se comercializa con la infancia y se les trata de vender hasta el alma en lugar de impulsar los juegos libres y sin tantos artefactos. Pero continuaré abogando por la fuerza de la familia y la riqueza que resulta de compartir la infancia con los que más queremos. cj

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