Antes de que naciera mi hijo humano, tuve a un hijo chaparro y peludo llamado Pancho; se trata de mi perro chihuahueño, quien a pesar de ser bastante histérico, principalmente con las personas que me han ayudado con la limpieza de mi casa, y de tener una fijación por apropiarse de muebles y esquinas “marcando su territorio”, es parte de la familia y es altamente valorado, principalmente por el miembro más joven.
Pancho tiene casi seis años perro, lo que se traduce en cuarenta y dos años humanos según mi Papá, a quien le tengo toda la confianza en esos temas caninos (y en otros también). En un principio cuando lo llevé a mi casa, aún soltera y viviendo sola, era la alegría del hogar, deseaba salir del trabajo para verlo y abrazarlo, y el siempre me recibía con todo el gusto del mundo. Después me casé y mi esposo lo adoptó sin condiciones, éramos una familia en toda la extensión de la palabra.
Así transcurrió el tiempo hasta que llegó mi hijo “verdadero”, fue ahí cuando me di cuenta que ningún amor anterior se parecía o acercaba al que estaba sintiendo en ese momento, incluyendo obviamente al que le tenía a mi perro.
Cuando llegamos a la casa con nuestro bebé, Pancho nos recibió con mucho gusto a mi esposo y a mí, pero analizaba y olía confundido el bambineto en donde poníamos a mi hijo, se veía preocupado cuando oía sus llantos, y no entendía porque lo callábamos con insistencia cuando empezaba a ladrar como acostumbraba cuando alguien se acercaba a la puerta.
Los primeros meses fue muy difícil la convivencia, como es natural, todo mi tiempo y amor estaban dirigidos a una sola persona y no había lugar para el pobre perro, quien desesperado trataba de llamar nuestra atención con las peores estrategias, mismas que le causaban constantes regaños y castigos en el jardín.
Por su parte, en sus primeros meses de vida mi hijo ya conocía perfectamente a su “hermano mayor”, ya estaba acostumbrado a los molestos ladridos, y cuando se le acercaba lo acariciaba sin ningún miedo. Pero fue cuando cumplió alrededor de siete meses, cuando empezó con los primeros intentos por taclearlo y abrazarlo, y a raíz de su frustración por los constantes escapes de Pancho, fue que empezó a gatear detrás de él.
Así las cosas, la mayoría de los logros tempranos de mi hijo, que incluyen gatear y caminar, se los podemos atribuir a su amor por el perro, y a su insistencia por estar lo más cerca de él; y Pancho, desde que lo vio caminar, entendió que es un humano más en su familia (el gateo le generaba tremendos conflictos de rivalidad), y ahora también es cariñoso y lo cuida y protege.
Ese amor mutuo, además de provocar mi orgullo por haber logrado que mis dos hijos coexistieran sin mayor conflicto, es el que me da tranquilidad al ver que mi hijo (el humano), tiene una tremenda fijación por las camas de los perros en general; igualmente tuvo que ver mi familia (principalmente Mamá y Hermana), quienes después de cuidarlo un fin de semana que mi esposo y yo viajamos, me lo devolvieron con unas extrañas costumbres, y en cuanto le dicen ¡Panchito, Panchito!, mi pequeño corre directo a la cama del perro y se revuelca y juega como su hermano mayor. mj
Ilustración: Carmen Lara
ajajjajajaj yo ya vi esa escena buenisisma!!!!!!!!!!!
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