domingo, 16 de diciembre de 2012

Drama pasaJERO... (un poco largo)

Aquí estoy de regreso, para platicarles lo que me pasó después de la llegada de Jerónimo, y que afortunadamente no pasó a mayores.
Resulta que horas después de la cesárea, ya en el cuarto del hospital con mi bebé en brazos y algunas visitas, me di cuenta de que traía un fuerte dolor, que parecía muscular, en la pantorrilla derecha (no sé si pantorrilla sea un término coloquial o médico, pero es la parte inferior de la pierna). En ese momento asumí que se trataba de un jalón (ese si sé que no es un término muy sofisticado), por la prolongada temblorina post quirúrgica, o por tratar de mantenerme en calma en el quirófano a pesar de que me estaba muriendo del miedo.
Los días pasaron, y obviamente las molestias propias de la operación, el estrés de los trámites y la salida del hospital, y otras trescientas cosas en la cabeza, hicieron que mi dolor pasara a segundo o tercer término.
Pasó la primer semana, y era momento de ir con mi ginecólogo para que me quitara las puntadas de la cirugía; él me revisó la herida que afortunadamente estaba evolucionando bien, y ya cuando me iba se me ocurrió comentarle que tenía un dolor, no muy intenso pero insistente, en la pierna derecha. 
Me hizo algunas preguntas de rutina, y empezó a mover mi pierna para ver en dónde se originaba la molestia, entonces me explicó, que probablemente tenía una tromboflebitis (que es la formación de un coágulo en una vena) y que era indispensable que me revisara un especialista para confirmarlo o descartarlo.
Mi esposo me había acompañado a la cita, y también llevamos a Jerónimo porque en el mismo edificio le harían el tamiz ese día, pero dadas las circunstancias y la preocupación del doctor, nos fuimos con una doctora especialista en angiología, para que me diagnosticara y de ser necesario me diera el tratamiento correspondiente.
Llegamos al consultorio y nos atendió una doctora bastante joven, muy amable y que desde el principio fue muy paciente y comprensiva. Yo estaba confundida y un poco triste, sobre todo porque hasta ese momento todo había estado perfecto, me sentía mucho más tranquila que las primeras semanas después de que nació Gabriel, y también estaba disfrutando la lactancia como nunca me imaginé que lo haría (ya les platicaré con detalle).
Ella me explicó, que el embarazo naturalmente provoca un estado de "hipercoagulación", porque el cuerpo se prepara para una pérdida masiva de sangre, pero que mi caso era  algo raro porque no sufrí de ningún síntoma durante el embarazo, y no tengo problemas de circulación ni sobrepeso. 
Me revisó las venas de la pierna con un aparato y no pudo encontrar el coágulo, pero al parecer, los síntomas eran suficientes para someterme a un "tratamiento preventivo", que consistía en dos inyecciones de anticoagulante diarias, por tres meses, en la panza. También existía la posibilidad de optar por anticoagulantes orales, pero eso significaba que tenía que dejar de amamantar a Jerónimo, y definitivamente eso no era opción para mi.
Me sentía súper confundida y un poco preocupada, porque la reacción de los doctores había sido algo alarmante, sobre todo antes de descartar un coágulo grande o en una vena importante.  
Finalmente salimos del consultorio, y después del tamiz de Jero que salió perfecto (motivo para estar feliz), nos fuimos a una farmacia a comprar un arsenal de inyecciones, que además resultaron carísimas.
La primera noche me inyectó mi Mamá, que todavía estaría con nosotros otro par de semanas, y me sentí aliviada porque no fue un dolor insoportable, pero mi mente no deja de trabajar un instante, y no podía dejar de pensar en las consecuencias en las que puede derivar algo así, sobre todo después de ponerme a buscar en internet, que en mi caso siempre resulta contraproducente.
Pasaron las dos semanas y yo ya tenía algunos moretones en la cintura, por las inyecciones y porque es lo que provoca el anticoagulante, y se acercaba el momento de despedir a mi Mamá. Ella se iba un sábado, mi hermana y mi cuñado la llevarían a Morelia porque mi Papá ya estaba agotado de venir a Guadalajara cada fin de semana. La noche anterior me dormí relativamente tranquila, Jero se despertó a comer al rededor de las 2 am, y más tarde me despertó un dolor tremendo de cabeza, me retumbaban los oídos y apenas podía ver; no sabía si despertar a mi esposo, pero dadas las circunstancias preferí no arriesgarme y nos fuimos al baño (para no despertar a los niños) a hablarle a la doctora . 
La doctora me confirmó que era necesario que nos fuéramos a un hospital de inmediato, y nos dio los datos de un neurólogo; yo le hablé a mi Mamá para que se quedara con los niños y nos fuimos volando al hospital.
En el camino me sudaban las manos, me daba vueltas la cabeza, no podía evitar pensar lo peor, pero esperaba con todo mi corazón que no fuera nada grave. Ya en el hospital me revisó el médico de guardia, tenía la presión en 160 y el neurólogo dio instrucciones de que me internaran para hacerme una tomografía especial de las venas de la cabeza (no me acuerdo del término médico), para revisar si era o no el coágulo que se hubiera movido (que era uno de los riesgos que me comentaron desde el principio).
Finalmente, después de estar toda la mañana en el hospital con unas ganas tremendas de regresar a la casa con mis hijos, y con urgencia de darle de comer a Jerónimo (a quién mi Mamá le tuvo que dar fórmula), el neurólogo nos confirmo que el dolor lo provocó la alta presión, misma que había provocado mi estrés, pero que la circulación en mi cerebro era perfectamente normal.
Regresamos a la casa, yo sintiéndome un poco culpable porque indirectamente yo lo había provocado, pero también tremendamente afortunada porque todo había quedado en un susto.
A partir de ese momento, decidí que no le iba a dar importancia a aquellas cosas y situaciones que no la tienen, y que lo único que merece mi atención y preocupación, es mi familia.
Tres meses, y decenas de inyecciones después, mismas que mi pobre esposo (a quien le dan pánico las agujas y la sangre) me tuvo que poner, me dieron de alta sin ninguna indicación ni cuidado particular.
Al día de hoy todo ha resultado sin contratiempos, mis hijos están creciendo sanos y felices, y nada me da más satisfacción que verlos y estar con ellos, con mi esposo y con el resto de mi familia.
Les platico todo esto a manera de desahogo, pero sobre todo, para generar conciencia de lo importante que es cuidarnos, darle la importancia a cualquier síntoma o dolor, porque finalmente ahora somos mamás y tenemos que pensar en nuestros hijos que nos necesitan. mj

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