Hay ciertas aficiones de mi hija que me causan una enorme curiosidad. Es verdad que uno revive su infancia con los hijos, sobre todo porque volvemos a observar lo que no veíamos desde hace mucho tiempo y actividades cotidianas y sin importancia vuelven a ser todo un ritual.
Hace unos cuantos meses tuve a bien mostrarle a mi hija por primera vez un cepillo de dientes, ya lo conocía pues con frecuencia me veía lavarme los dientes y se carcajeaba cuando la saludaba con la espuma de la pasta asomando por mi boca. La primera vez que le entregue su pequeño cepillo rosa, con un poco de agua pero sin pasta, lo primero que hizo fue intentar peinarse, después de reírme un poco pensé que era lo más sensato, si uno nunca ha visto dicho instrumento y por el contrario ha pasado mucho tiempo jugando con el cepillo del pelo, es lógico inferir que el pequeño cepillito sirva para lo mismo.
Después de explicarle que el nuevo instrumento era para la boca y no para los dientes, de lavarme los dientes al por mayor buscando que me imitara y de cantarle todo tipo de canciones alusivas a la higiene bucal, mi niña empezó a entender la actividad. Encantadas nos lavábamos los dientes después de cada comida, nos despedíamos del cepillo y presumíamos nuestro fresco aliento a los cuatro vientos.
Yo me sentía muy orgullosa por iniciar a mi hija en está actividad que creía ya conocía de principio a fin. Pero mi hija empezó a desarrollar una pasión desmedida por el cepillo de dientes y nuestra rutina antes llena de risas y cantos, se convirtió en un ritual de culto hacía todos los cepillos de dientes de la casa, mismos que por supuesto quería portar a todas horas y llevar a donde fuera.
Pasé de llamarla para lavarnos los dientes a esconderme en el baño y lavarme en absoluto silencio para que no me descubriera, mi esposo que no conocía del todo la nueva obsesión de nuestra hija al principio le entregaba su cepillo sin problema y luego se quejaba de que lo dejaba casi inservible y con un ligero sabor a perro (por supuesto mi hija compartía su hallazgo con su peludo cómplice).
Toda mi familia cayó en la trampa de prestarle a mi hija su cepillo de dientes, mismo que le devolvía hecho un asco. Michelle asombrada me preguntaba por qué le llamaba tanto la atención y como no queriendo comparaba el uso justo que mi ahijado le daba al cepillo – yo sólo mojo un poco su cepillo, llamo a mi hijo y le digo los dientes de arriba, de abajo, de un lado y de otro, se los lavo y ¡listo!- yo sonreía hipócritamente y no decía nada.
Pero llego un día que sin aviso mi amado ahijado cayó en el vicio, pasé por Michelle y su pequeño para ir de paseo, (llegué tarde, harta y peleada con mi hija que no quería soltar el cepillo) y taraaaaaaaaaaan salé Michelle con su hijo y ¿qué trae en la mano? ¡¡¡su cepillo de dientes!!!, antes de que lo vea mi hija le pido que lo quite y me dice –quítaselo tú, yo traté y llora como magdalena- dicho y hecho se lo quite y el llanto total.
Actualmente ha disminuido un poco el fervor de ambos para con el asunto de la higiene bucal, hay días en los que se acuerdan y no sueltan el cepillo y otros en los que pueden lavarse el puñado de dientes que tienen, despedirse y no hacer mayor drama. Pero otros en los que dejar el cepillo les cuesta sudor y lágrimas. Un día mi papá tuvo el atrevimiento de decirles -¿quién se quiere lavar los dientes con abuelo?- los dos brincaron de emoción y lo siguieron hasta su cuarto, después de un rato Michelle, mi mamá y yo solo lo oíamos decir –ya se acabó, dejen el cepillo y vamos a hacer otra cosa- tardó un buen rato en convencerlos y cuando por fin estuvo listo bajaron todos tan campantes, mi papá les dijo –ahora díganle a su mamá que ya se lavaron los dientes y hasta les puse cremita para que no se les reseque la boca- nos los entregó felices y sin saber que habíamos escuchado todo el alegato sobre los cepillos. Curiosamente desde aquel día mi papá corre a lavarse los dientes sin invitar a nadie a que lo acompañe. cj
Ilustración Carmen Lara
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