Queridas lectoras (y lectores también), por
fin encuentro el tiempo para retomar esta sana costumbre de compartir mis
experiencias como mamá de dos niños, como profesionista, mujer y todo lo que
estos agotantes roles combinados implican.
La anécdota que
les voy a compartir en esta ocasión, sucedió hace al rededor de 8 o 9 meses, y
desde que me pasó pensé en compartirlo
con ustedes, primero con fines informativos, y luego con fines recreativos
porque es realmente chistosa, cuando menos ahora que lo veo a la distancia.
Resulta que mi
esposo se había ido de viaje por su trabajo, se atravesaba el fin de semana y
el único plan disponible era unirme al viaje al rededor del medio maratón que correrían
mis papás y mi hermana, esos viajes que me fascinan porque tienes que
invariablemente comer carbohidratos un día antes (aunque se te queden guardados
por la eternidad porque no vas a correr), dormirte a las 8:30 pm a más tardar,
y levantarte a las 6:00 am con olor a linimento para deportistas.
En fin, era eso
o quedarme en la casa con los dos niños sacándonos los ojos, asi es que
decidimos empacar e irnos a la aventura. Nos fuimos con Carol, su esposo y
Lucía a Querétaro, el viaje de ida transcurrió sin contratiempos, solo nos
detuvimos en una ocasión para que los niños hicieran pipí y para comprar
algunos dulces y porquerías para quitarnos el hambre y para empezar a acumular
carbohidratos.
Tardamos horas
en atravesar la ciudad, con un tráfico terrible y un calorón, llegamos al
estacionamiento de la expo en dónde entregan los números, (otra de las
dinámicas que me encantan), con los niños ya histéricos y después de una
extraña maniobra de mi cuñado al volante que dejó mi camioneta sin defensa trasera,
por fin nos reunimos con mis papás que venían de Morelia. Total, para no
extenderme tanto fuimos al hotel a dejar las maletas, comimos, caminamos (para
estirar) y nos encerramos en el hotel, yo en el cuarto con mis hijos que no
tenían ni medio sueño.
Antes de seguir,
quiero platicarles un poco del momento por el que estaba pasando mi vida, para
ponerlas un poco en contexto; resulta que unas semanas antes yo había regresado
a trabajar, había aceptado una propuesta muy interesante de quien había sido mi
Jefa 4 años antes, y en ese momento tenía una serie de sentimientos
encontrados. Una de las ventajas de mi trabajo era el flextime, que me permitía
estar en la oficina toda la mañana, y después recoger a mis hijos en la escuela
para disfrutarlos (a veces aguantarlos) el resto de la tarde, pero creo que
como la mayoría de las mujeres, sentía cierta culpabilidad, y mi manera de
canalizarlo fue con una extraña e intensa preocupación por la salud de Gabriel,
mi hijo mayor, quien había entrado recientemente a primero de kinder. Gabriel toda su
vida ha sido un niño muy sano que rara vez se enferma, pero en esas semanas lo
empecé a notar más cansado de lo normal, quejumbroso, y entre mi hipocondria y
mi gran imaginación empecé a pensar lo peor.
Esa noche (ya
regresé al viaje), antes de dormirnos llevé a Gabriel al baño, y noté que su
pipí era de color rosa. Al principio entré en pánico y él me preguntó porqué su
pipí era de ese color; yo disimuladamente le contesté que no sabía pero que no
tenía de qué preocuparse. Lo llevé a la cama y lo dormí junto a mi, y como
nunca falta el drama en mi vida, empecé a escuchar una música de fondo como en
las películas gringas, y a inventarme una historia que me mantuvo despierta
casi toda la noche.
Los niños como
siempre se despertaron tempranísimo, y yo sólo pensaba en llevar a Gabriel al
baño para ver el color de su pipí. Llegó el gran momento y el color no era
rosa, era fuscia, casi fosforescente, y entonces me empezaron a sudar las
manos. Sabía que los corredores ya estaban en los aeróbics de calentamiento,
entonces con mucha pena fui al cuarto de mi cuñado que se había quedado con
Lucía, para ver si ya habían despertado. Muy amable como siempre me abrió la
puerta y me escuchó atentamente, mientras le enjareté a los dos niños le hablé al
doctor y le conté mi desgracia. El doctor, muy tranquilo, me comentó que la
única manera de saber que tenía Gabriel era haciendo un examen general de
orina, y yo ni tarde ni perezosa cambié a los niños y les pedí a Juan y a Lucía
que hicieran lo propio.
Ahí empezó la
verdadera aventura del viaje. Nos subimos los 5 a un taxi y le pedimos que nos
llevara a la cruz roja, que por cierto estaba lejísimos. Llegamos a preguntar
por el laboratorio y como era de esperar estaba cerrado, pero amablemente nos
enviaron a otro hospital, al que podíamos llegar caminando. Emprendimos nuestro
trayecto, agradeciendo los carbohidratos que habíamos consumido el día
anterior, y llegamos a formarnos y a pagar la consulta correspondiente. Para
esto los niños ya se estaban portando fatal, y nos pedían una concha o lo que
les pudieramos dar para comer porque se morían de hambre.
Por fin entré
con Gabriel a la consulta, nos atendió un doctor extremadamente amable, seguro por mi cara y mi actitud de mamá aprensiva y compungida.
Me preguntó cual era el problema y le conté toda mi desgracia, con voz
entrecortada y a punto de soltar el llanto. Después de una pausa el doctor, muy
despacio, me preguntó si mi hijo no había comido "esas obleas de colores
que a los niños les encantan, ya sabe", y yo entré en shock.
Efectivamente
las obleas eran parte del repertorio de porquerías que comimos el día anterior,
y les llamo porquerías porque no son más que harina con colorante. De todos
modos para descartar cualquier otra cosa le hizo un análisis rápido a la pipí
de Gabriel con una cinta de colores, y resultó que no tenía absolutamente nada.
Probablemente a
estas alturas de la lectura ya están llegando a distitnas conclusiones, como
"que exagerada", que fue lo que pensó Carol un par de horas después
cuando me comentó que Lucía había hecho pipí azul y de otros colores, o
"pues cómo le das eso a tus hijos"... En fin, mi objetivo, además de
compartir y entretener, es tratar de evitar que alguna de las mamás o papás que
nos leen pasen por una experiencia tan amarga como ésta, porque aunque ahora me
río , fueron de verdad momentos angustiantes que no le deso a nadie. mj
Ilustración de Carmen Lara