viernes, 25 de mayo de 2012

Pendientes del día: dar clases, ir al banco...


El día del maestro (15 de mayo) Lucía no tuvo clases y yo sí, así que mi celebración consistió en impartirle clase a mis alumnos de primero de prepa  (25 jugadores de fuerzas básicas) con la ayuda de mi inquieta y asombrada asistente de dos años. Como se pueden imaginar el salón se convirtió en todo un jolgorio, mientras yo intentaba hablar sobre redacción y la forma correcta de ordenar un texto, Lucía se arremolinaba en mis piernas y me pedía que le destapara un plumón para pintar en el pizarrón, cuando por fin expliqué el ejercicio que los alumnos habían de realizar en la clase, mi hija fue perdiendo la vergüenza y empezó a sacar de su bolsita todos sus juguetes que feliz ante la atención les mostraba a mis vacilantes alumnos. Una hora cuarenta y cinco minutos después el veredicto de la clase fue el siguiente: mis alumnos, encantados ante el alboroto me dijeron que siempre debería de llevar a Lucía, mi niña asombrada frente al grupo me dijo que mis alumnos hacían “muchísimo ruido”, yo maldije el día del maestro y las suspensiones irregulares que se suscitaron en la ciudad.

Nos fuimos de la escuela directo al banco, pues el día anterior el cajero del súper se había tragado mi tarjeta, así es que no solo ya no contaba con mi molesto pero necesario “plástico”, tampoco tenía un centavo para comprar comida. Lucía, que es una aficionada a las historias “cotidianas” (término inventado para referirme a  eventualidades que a base de la repetición se convierten en historias, al parecer, interesantísimas para ella), me repetía con gusto que –íbamos al banco porque mi tarjeta se la habían comido en el súper- luego se carcajeaba e iniciaba de nuevo a relatarme el suceso previo y lo que nos esperaba después.

El caso es que llegamos a la 1:05 y por ser quincena la sucursal bancaria nos recibió no sólo con los brazos abiertos, también con una fila de más de veinte personas que al parecer cada una realizaba alrededor de cincuenta transacciones pues estuvimos horas enteras esperando llegar a la ansiada ventanilla. En el inter las cosas fueros de un poquito inquietas, a ¡si te portas bien te compro un pan!, ¡ven acá, o me voy a enojar!, para terminar en ¡¡¡levántate del piso, recoge tu agua y pórtate bien o te va a salir el monstruo (es decir tu madre se va a empezar a transformar)!!!

Todo el trajín mientras se proyectaba en la molesta pantalla colocada en la esquina superior izquierda de dónde hacíamos fila  el anuncio “éste diez de mayo consciente a mamá, bla, bla, bla…” declaración que en el momento me parecía absurda e insultante, de qué te sirve que el banco piense en ti en tu día si el resto del año no dan una sola muestra de empatía y servicio para con las madres. Yo había sido testigo de otras mamás en situaciones similares y casi siempre las veía con mirada compasiva y  a veces con ciertos gestos acusatorios ¿cómo se les ocurre venir a esta hora? O ¿por qué no atienden a su hijo que se está portando como cavernícola?.

Claro que es muy fácil ver la paja en el ojo ajeno y no es hasta que te encuentras en la situación de desventaja, con una niñita cansada y justificadamente harta de esperar, que piensas en lo poquísimo que en realidad se considera en ciertos espacios la presencia de los niños. Es cierto que los bancos no son espacios para niños, pero nada les costaría atenderte un poquito más rápido, acercarte una silla o dejar de hablar por celular entre turno y turno para agilizar la atención.

Al final la historia termino sin tantos pleitos porque un alma caritativa (una señora caída del cielo) a quién atendieron poco antes que a nosotras le ofreció a Lucía un chicle que la entretuvo hasta que nos atendieron. Cuando salimos yo le compré el pan prometido, que se restregó en la cara y embarró por toda la sillita del coche. Pero a esas alturas… ya qué más da.

Y ustedes ¿qué cuentas?, nos leemos. cj

Ilustración Carmen Lara

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