El día del maestro (15 de
mayo) Lucía no tuvo clases y yo sí, así que mi celebración consistió en
impartirle clase a mis alumnos de primero de prepa (25 jugadores de fuerzas básicas) con la
ayuda de mi inquieta y asombrada asistente de dos años. Como se pueden imaginar
el salón se convirtió en todo un jolgorio, mientras yo intentaba hablar sobre
redacción y la forma correcta de ordenar un texto, Lucía se arremolinaba en mis
piernas y me pedía que le destapara un plumón para pintar en el pizarrón,
cuando por fin expliqué el ejercicio que los alumnos habían de realizar en la
clase, mi hija fue perdiendo la vergüenza y empezó a sacar de su bolsita todos
sus juguetes que feliz ante la atención les mostraba a mis vacilantes alumnos.
Una hora cuarenta y cinco minutos después el veredicto de la clase fue el
siguiente: mis alumnos, encantados ante el alboroto me dijeron que siempre
debería de llevar a Lucía, mi niña asombrada frente al grupo me dijo que mis
alumnos hacían “muchísimo ruido”, yo maldije el día del maestro y las
suspensiones irregulares que se suscitaron en la ciudad.
Nos fuimos de la escuela
directo al banco, pues el día anterior el cajero del súper se había tragado mi
tarjeta, así es que no solo ya no contaba con mi molesto pero necesario
“plástico”, tampoco tenía un centavo para comprar comida. Lucía, que es una
aficionada a las historias “cotidianas” (término inventado para referirme
a eventualidades que a base de la
repetición se convierten en historias, al parecer, interesantísimas para ella),
me repetía con gusto que –íbamos al banco
porque mi tarjeta se la habían comido en el súper- luego se carcajeaba e
iniciaba de nuevo a relatarme el suceso previo y lo que nos esperaba después.
El caso es que llegamos a la
1:05 y por ser quincena la sucursal bancaria nos recibió no sólo con los brazos
abiertos, también con una fila de más de veinte personas que al parecer cada
una realizaba alrededor de cincuenta transacciones pues estuvimos horas enteras
esperando llegar a la ansiada ventanilla. En el inter las cosas fueros de un
poquito inquietas, a ¡si te portas bien te compro un pan!, ¡ven acá, o me voy a
enojar!, para terminar en ¡¡¡levántate del piso, recoge tu agua y pórtate bien
o te va a salir el monstruo (es decir tu madre se va a empezar a transformar)!!!
Todo el trajín mientras se
proyectaba en la molesta pantalla colocada en la esquina superior izquierda de dónde
hacíamos fila el anuncio “éste diez de mayo consciente a mamá, bla,
bla, bla…” declaración que en el momento me parecía absurda e insultante,
de qué te sirve que el banco piense en ti en tu día si el resto del año no dan
una sola muestra de empatía y servicio para con las madres. Yo había sido
testigo de otras mamás en situaciones similares y casi siempre las veía con
mirada compasiva y a veces con ciertos
gestos acusatorios ¿cómo se les ocurre venir a esta hora? O ¿por qué no
atienden a su hijo que se está portando como cavernícola?.
Claro que es muy fácil
ver la paja en el ojo ajeno y no es hasta que te encuentras en la situación de
desventaja, con una niñita cansada y justificadamente harta de esperar, que
piensas en lo poquísimo que en realidad se considera en ciertos espacios la
presencia de los niños. Es cierto que los bancos no son espacios para niños,
pero nada les costaría atenderte un poquito más rápido, acercarte una silla o
dejar de hablar por celular entre turno y turno para agilizar la atención.
Al final la historia termino
sin tantos pleitos porque un alma caritativa (una señora caída del cielo) a
quién atendieron poco antes que a nosotras le ofreció a Lucía un chicle que la
entretuvo hasta que nos atendieron. Cuando salimos yo le compré el pan
prometido, que se restregó en la cara y embarró por toda la sillita del coche.
Pero a esas alturas… ya qué más da.
Y ustedes ¿qué cuentas?, nos
leemos. cj
Ilustración Carmen Lara
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